CORTO 7: ADELA
Adela
nació extrañamente pelirroja. En su familia no se recordaba a nadie así. Al
comenzar su andadura vital en un pueblecito del interior de la Península, fue
siempre mirada con extrañeza.
-
Mira, qué pelo tan rojo. Como si viniera
del mismísimo infierno…
-
Y esos ojos tan claros…Y con pecas…
A ella, todo eso le daba igual. Cotilleos de
viejas aburridas de todo, pensaba. Nadie tiene el pelo como yo en este pueblo,
ni es la princesa de su madre; por supuesto, tampoco, la reina de sus abuelos,
la emperatriz de sus tíos ni la jefa de su hermano pequeño.
Lo
era.
Su
papá, estaba eternamente de viaje, porque nunca llegaba a su cumpleaños. Ni a
la Navidad; ni a la fiesta del cole, ni a su comunión…Hasta que llegó el día
que lo dio por desaparecido.
-
No tengo padre – contestaba.
Su
hermano sí tenía padre. Vivía en el pueblo de al lado y era un buen padre. Pero
a su madre, no se lo parecía y no vivían juntos.
Ella,
después del cole, siempre echaba una mano a su madre en el bar. Daban comidas a
mediodía. Tapas a la hora de la cena y luego, cerraban la parte que daba a la
plaza. Pero se abría la parte de la callejuela de atrás. El bar, tenía un
rótulo muy bonito: “Bar la Plaza”. Pero, por la otra parte, no tenía. Había que
llamar a la puerta para entrar. Una pequeña barra que ella limpiaba antes de
desayunar, y sillones muy bajitos y muy cómodos. Por una escalera, se accedía a
la planta superior, donde había habitaciones en las que, o todo el mundo
madrugaba un montón, o al final nadie dormía allí. Ni las camareras que
desayunaban con ella. A esa edad, la inocencia era un tesoro.
Tesoro
que fue robado, con apenas 11 años, cuando los chicos del instituto, mayores
que ella, se reían de ella, con no sé qué, de “la casa de putas”.
Cuando
llegó al bar para comer y ayudar a su madre con las mesas, le preguntó
directamente:
-
Mami, ¿qué son las putas?
Otra
cosa no. Pero directa, era. Siempre franca, leal con sus dos únicas amigas.
Sincera. Odiaba la mentira. Y su madre no le mintió.
Fue
una bofetada de realidad, de las que
atan cabos y traen madurez prematura.
Todos
los adultos del pueblo lo sabían. Ya tenía edad para trabajar y cuidar de su
hermano, por tanto, para su madre, era una mujer más. Esa misma semana se
desarrolló como hembra humana. En unos meses más, su aspecto sería diferente.
La
niña pizpireta, redondita, de pelo rojo, que correteaba por el pueblo, viendo a
muchos hablar tapándose la boca detrás de sus pupilas celestes, se convirtió en
una mujer fuerte, responsable, con la frente muy alta y las ideas demasiado
claras para su entorno rural.
En
cuanto tuvo edad, se marchó a la ciudad a estudiar. Sola. Valiente, decidida a
formarse y cumplir su misión: sacaría a su madre y a su hermano de ese mundo.
Comenzó
a estudiar para enseñar. Pero pronto, vio que se le daban bien las cuentas. De
hecho, las de los dos bares, la llevaba ella desde hacía varios años. Con lo
que sisaba, ahorró para poder alquilar un estudio en la ciudad, donde
establecerse. Acabó terminando sus estudios con Máster en Dirección de Empresas.
La
adolescente que recibía a las chicas, les facilitaba los preservativos y las
sábanas, cobraba la parte que le correspondía, por la mañana estaba en el
instituto; a mediodía, servía los menús y por la tarde, estudiaba con su
hermano, maduró pronto.
A
esa misma adolescente, que no quiso perder la virginidad, ni por dinero, como
le propuso el penúltimo novio de su madre, el pueblucho le quedaba muy pequeño.
Huyó
hacia su propio futuro. Construyendo su propia realidad.
Mientras
estudió en la Universidad, trabajó de todo un poco: camarera en la noche,
animadora en hoteles, cuidadora de niños, monitora deportiva…Pero lo que más le
ayudó a prender de la vida, fue un trabajo sin remuneración.
Desoyendo
los eternos consejos de la ahorradora de su madre, era voluntaria en una
asociación, en la que se acompañaba a personas mayores que estaban solas, sin
familia. Algo muy empático con su personalidad.
Sola
en la ciudad, sin padre, sin el cariño de su madre y con un hermano, que
seguiría con el negocio familiar, trasladándolo a un antiguo caserío a las
afueras del pueblo, para dar servicio a toda la comarca.
Visitaba
de vez en cuando el pueblo para ver a su madre. La maldita enfermedad del
Alzhéimer, carcomía poco a poco su cerebro. En algunos momentos de lucidez,
cada vez menos, la reconocía.
-
Ade, estás muy guapa, como tu padre.
-
Mama, ¿quién fue mi padre?
Pero
ya no obtenía respuesta. Sus abuelos, tampoco le hablaron jamás de él. Algo
raro había. Pero no lo descubrió, ni a través de las más empecinadas cotillas
de las vecinas.
Adela,
terminó sus estudios de una forma brillante. Una empresa de gestión de
inversiones de mercados, de origen alemán, le planteó un futuro muy
esperanzador. No solo en lo económico. Su función, invertiría en países
subdesarrollados, el equivalente a sus ganancias extra. Motivada por tan
estimada reacción a su acción laboral, aceptó encantada.
No
sabía alemán, pero tampoco lo usaba mucho. De hecho, hablaba más con los
capitales de centro América que con los europeos.
Cuando
cobró su primer sueldo, se encargó del funeral de su madre, y le donó un fondo
a su hermano, a pesar de odiar el objetivo de su pequeño. Separaron sus vidas.
A Fede, tampoco le importaba mucho su hermana, pues se hizo un nombre desde
jovenzuelo y era bastante independiente. Escogió el lado miserable de la vida,
haciendo dinero con la bajeza humana.
Poco
más la ataba a su tierra.
Apenas
la necesidad de encontrar a una persona especial. En su interior, algo le
empujaba a satisfacer ese impulso. No recordaba desde cuándo, pues siempre lo
había sentido.
Había
intentado, como no, estar con chicos. Pero no pudo. También, con chicas.
Tampoco. Era especial, se sentía especial, diferente. El sexo, lo vivía en
privado, demasiado, quizás. Sola, siempre sola. Físico.
Cuando
intentaba conectar con alguien, una vocecita en su interior, le decía: “este,
tampoco es”.
Así,
estuvo dos años en Alemania, uno en Madrid y otro en Los Ángeles.
A
“dos velas”, como le decía su amiga Ana. O, “se te pasa el arroz”, como le
decía Eva, con tres hijos ya…
Ella
no quería descendencia. Quería encontrar el amor. Una persona con un alma como
la suya. Siempre muy espiritual. Necesitaba encontrar a alguien que la
entendiera y valorara su mundo interior. La duda de su existencia, crecía en
paralelo a su edad biológica.
No
me rendiré. Si no es en esta vida, será en otra.
Un
día fríamente otoñal, tomando un café en una plaza de Salamanca, ciudad en la
que tomaba unas pequeñas vacaciones y que le ayudaba a reorganizar su frenética
mente, soltó sus rizos rojizos, echando un poco la cabeza hacia atrás, con la
intención de domarlos un poco en forma de coleta, para que no le impidieran
leer un interesante libro de relatos de un famoso autor malagueño. Sonaba mucho
últimamente, en todos los foros de lectura, habiendo sido finalista del premio
Planeta con su última trilogía, siendo su obra traducida en varios idiomas. Un
fenómeno, parecido al de otro enorme paisano suyo: Javier Castillo.
Su
coletero salió volando con vida propia. Se le escapó. Y medio aturdida, buscando
por todo el suelo de la terraza, no vio acercarse a un tipo que lo traía en la
mano.
-
Toma, lo he cazado al vuelo – dijo.
-
¡Ah! Gracias.
Alargó
la mano con sus finos dedos y sus uñas de color naranja para cogerlo. En ese
momento, lo miró a los ojos a la vez que le daba como un calambre el breve
contacto con su mano.
Nunca
había sentido nada parecido. ¿Era esa la sensación que buscaba?
En
lo que dura un pestañeo, se habían dicho cientos de cosas sin hablar. Saltaron
chispas, el corazón se aceleró y una energía ancestral recorrió ambos cuerpos,
despertando del letargo invernal, a dos almas ardientes.
-
Te encontré – pensó en voz alta el
muchacho.
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