Relatillo 10: "El Descanso del Guerrero"

 


                Los restos de la estrella gaseosa destruida por la civilización invasora, brillaban de color plata, desvaneciéndose hacia el Norte, en el atardecer dorado del Sol, nuestro facilitador de vida principal, desde hacía un par de milenios.

Poco a poco se ocultaba tras las montañas del Oeste, tras el nuevo rumbo adquirido por el planeta, después de que las explosiones de plasma de los rayos empleados en la última Guerra, unidas a los proyectiles atómicos, variaran el eje de rotación.

El Guerrero, sentado en una roca, observaba pensativo el maravilloso paisaje.

Cansado, herido, con las manos agarrotadas. La diestra sobre su arma de doble filo de aleación irrompible, fruto de los ancestros artesanos de su planeta originario. Manchada de una mezcla de sangre azul y de ácido verde. Con la empuñadura sujeta a su brazo por medio de la conexión mental de su cuerpo, que conseguía mover con sus pensamientos sin apenas esfuerzo muscular. La punta clavada en la tierra plagada de pequeños insectos. La izquierda, todavía caliente por los disparos, descansaba sobre su repetidora de rayos y granadas físicas.

No recordaba el número de  sus iguales traidores, ni de criaturas ácidas que había derribado.

No encontraba a nadie de su bando, ninguno de sus hermanos ni hermanas. Ningún alma conectada respondía a sus llamadas en su mente.

Tanto aprendizaje en el arte de la supervivencia no le había servido apenas, para quedarse sólo. Vivo, pero sólo. Cansado, a pesar de los dos milenios allí, todavía le costaba respirar esa atmósfera, otrora dañina para su especie.

Cansado de pelear contra todo tipo de demonios surgidos de no se sabe dónde. Incluso contra los suyos propios, nacidos en sus años de darlo todo por todos, y no pensar en uno mismo.

En sus años de pérdidas y errores. De decisiones tomadas por la pasión, por el amor, sin raciocinio, que le habían llevado, a pesar de todo, a ese instante milagroso, de poder contemplar la caída del Sol escondiéndose por las montañas, que daría paso a la noche y a un nuevo amanecer.

En silencio absoluto. Ni bramidos de las criaturas que habitaban su nuevo hogar, ni aves, ni palabras, ni ruidos de explosiones, naves….nada.

Quizás, si hubiera tomado otros caminos, las cosas habrían sido diferentes. Pero seguramente, no estaría allí, contemplando esa maravilla que le ofrecía el Universo.

Ese Sol superviviente, anaranjado. Y la intuición, de su deber.

Con los ojos todavía irritados por los destellos de los rayos, de la horrible visión de otros múltiples ojos, de miles de seres a los que había arrebatado la vida. Tenía un vago recuerdo de cuando empezó la batalla final; pero muy reciente, el del último corte que hizo rodar la cabeza de un último ser de su propia especie, invadido por la codicia, la ambición y el odio hacia sus semejantes. Con la muerte de ese individuo, culminó su tarea.

Su nuevo deber era encontrar alguna vida superviviente. Quizás de la raza humana que habían creado para sus labores más arduas. Podría intervenir para que fueran inteligentes y mantuvieran el legado de vida que habían sembrado miles de años atrás.

Su labor sería transmitir a esa raza, todos los conocimientos que almacenaba en su caótica mente, para lo cual, tendría que estar ordenándolos al menos, durante un par de décadas.

En esos momentos, giraban como en una recurrente rueda, haciendo una espiral de conceptos, una serpiente que se mordía la cola en una interminable masa de pensamientos.

A base de respirar y observar, sintiendo los últimos rayos bañando su azulado cuerpo, consiguió valorar y apreciar el momento. Sintiéndose libre, afortunado por haber sobrevivido y dispuesto a convertirse en un individuo diferente al anterior. Sin pelear por la vida, sin acabar con las vidas de otros. Sin preocuparse de nada que no fuera cambiar el devenir de sus días, con el objetivo de construir, y vivir en un mundo que se presentaba nuevo ante su mirada, fija en el Sol.

Cuando se escondió por fin, dejó paso a una noche en la que se percibían con facilidad todas las constelaciones conocidas. Al apagarse la batería de su disparador, se quedó tumbado bajo el orbe. Por fin descansaría sin tener que controlar nada de su mente. Sin escuchar a sus demonios, ni a los de sus congéneres. Sin echar tanto de menos a su alma gemela a la que perdió sin poder despedirla. A la que seguro que encontraría de nuevo en otra vida, aunque no fuera la misma, su esencia perviviría en ella.

Cerrando sus párpados y sin pensar en el mañana, se durmió.

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