Los restos de la estrella
gaseosa destruida por la civilización invasora, brillaban de color plata,
desvaneciéndose hacia el Norte, en el atardecer dorado del Sol, nuestro
facilitador de vida principal, desde hacía un par de milenios.
Poco a poco se ocultaba
tras las montañas del Oeste, tras el nuevo rumbo adquirido por el planeta,
después de que las explosiones de plasma de los rayos empleados en la última
Guerra, unidas a los proyectiles atómicos, variaran el eje de rotación.
El Guerrero,
sentado en una roca, observaba pensativo el maravilloso paisaje.
Cansado, herido,
con las manos agarrotadas. La diestra sobre su arma de doble filo de aleación
irrompible, fruto de los ancestros artesanos de su planeta originario. Manchada
de una mezcla de sangre azul y de ácido verde. Con la empuñadura sujeta a su
brazo por medio de la conexión mental de su cuerpo, que conseguía mover con sus
pensamientos sin apenas esfuerzo muscular. La punta clavada en la tierra
plagada de pequeños insectos. La izquierda, todavía caliente por los disparos,
descansaba sobre su repetidora de rayos y granadas físicas.
No recordaba el
número de sus iguales traidores, ni de
criaturas ácidas que había derribado.
No encontraba a
nadie de su bando, ninguno de sus hermanos ni hermanas. Ningún alma conectada
respondía a sus llamadas en su mente.
Tanto
aprendizaje en el arte de la supervivencia no le había servido apenas, para
quedarse sólo. Vivo, pero sólo. Cansado, a pesar de los dos milenios allí,
todavía le costaba respirar esa atmósfera, otrora dañina para su especie.
Cansado de
pelear contra todo tipo de demonios surgidos de no se sabe dónde. Incluso
contra los suyos propios, nacidos en sus años de darlo todo por todos, y no
pensar en uno mismo.
En sus años de
pérdidas y errores. De decisiones tomadas por la pasión, por el amor, sin
raciocinio, que le habían llevado, a pesar de todo, a ese instante milagroso,
de poder contemplar la caída del Sol escondiéndose por las montañas, que daría
paso a la noche y a un nuevo amanecer.
En silencio
absoluto. Ni bramidos de las criaturas que habitaban su nuevo hogar, ni aves,
ni palabras, ni ruidos de explosiones, naves….nada.
Quizás, si
hubiera tomado otros caminos, las cosas habrían sido diferentes. Pero
seguramente, no estaría allí, contemplando esa maravilla que le ofrecía el
Universo.
Ese Sol
superviviente, anaranjado. Y la intuición, de su deber.
Con los ojos
todavía irritados por los destellos de los rayos, de la horrible visión de
otros múltiples ojos, de miles de seres a los que había arrebatado la vida.
Tenía un vago recuerdo de cuando empezó la batalla final; pero muy reciente, el
del último corte que hizo rodar la cabeza de un último ser de su propia
especie, invadido por la codicia, la ambición y el odio hacia sus semejantes.
Con la muerte de ese individuo, culminó su tarea.
Su nuevo deber
era encontrar alguna vida superviviente. Quizás de la raza humana que habían
creado para sus labores más arduas. Podría intervenir para que fueran
inteligentes y mantuvieran el legado de vida que habían sembrado miles de años
atrás.
Su labor sería
transmitir a esa raza, todos los conocimientos que almacenaba en su caótica
mente, para lo cual, tendría que estar ordenándolos al menos, durante un par de
décadas.
En esos
momentos, giraban como en una recurrente rueda, haciendo una espiral de
conceptos, una serpiente que se mordía la cola en una interminable masa de
pensamientos.
A base de
respirar y observar, sintiendo los últimos rayos bañando su azulado cuerpo,
consiguió valorar y apreciar el momento. Sintiéndose libre, afortunado por
haber sobrevivido y dispuesto a convertirse en un individuo diferente al
anterior. Sin pelear por la vida, sin acabar con las vidas de otros. Sin
preocuparse de nada que no fuera cambiar el devenir de sus días, con el
objetivo de construir, y vivir en un mundo que se presentaba nuevo ante su
mirada, fija en el Sol.
Cuando se
escondió por fin, dejó paso a una noche en la que se percibían con facilidad
todas las constelaciones conocidas. Al apagarse la batería de su disparador, se
quedó tumbado bajo el orbe. Por fin descansaría sin tener que controlar nada de
su mente. Sin escuchar a sus demonios, ni a los de sus congéneres. Sin echar
tanto de menos a su alma gemela a la que perdió sin poder despedirla. A la que
seguro que encontraría de nuevo en otra vida, aunque no fuera la misma, su
esencia perviviría en ella.
Cerrando sus
párpados y sin pensar en el mañana, se durmió.
Comentarios
Publicar un comentario