MUSIQUITA
Bueno, pues ya he llegado a la
cumbre.
Ha sido un día largo. En verdad, ha
sido una semana eterna, como casi todas mis semanas.
Día sin parar desde las 6.45 A.M. que
entró el primer email de mi jefa. Llegar al despacho, preparar el papeleo para
el becario, contestar mil quinientos emails más, actualizar las redes sociales
del bufet, reunión de socios y coger la moto para la Ciudad de la Justicia de
Málaga. Tres juicios después, comer con otra clienta súper coñazo que se quiere
divorciar y arruinar a su ex. Vuelta al despacho, medio preparar el lunes y a
apagar mi móvil de empresa.
Al llegar a casa, un par de plátanos,
membrana térmica del club de Trail, calzado de montaña (recordatorio: cómprate
otras ya que se te sale el dedo gordo del pie por la zapa izquierda), un
frontal bien cargado, bidón de agua y para el monte. Hoy, viernes, Monte San
Antón. Siete kilómetros para arriba y siete para abajo. El “patio de mi casa”,
mi sitio preferido. Mi lugar de meditación.
A pesar de la cantidad de veces que
he subido, mi alma se recarga con el contacto de la dura roca, a los pies del
metal de la cruz que lo corona, homenaje a una gran persona cuya transmisión de
valores humanos, empapó a varias generaciones de malagueños.
Al contrario, que le ocurrió a los
poseedores de las ineptas neuronas jóvenes y desconectadas que la tunean con
sus desagradables firmas de tinta indeleble; allí quedan, para, no sé qué
exactamente: si dejar constancia de un efímero amor, o el gusto incomprensible de
celebrar la hazaña de coronarla, adornando a la Naturaleza con botes de zumos,
envases de cristal de litro para brindis al Sol y toda clase de envoltorios y
toallitas, no precisamente desinfectantes de la pobre educación…
La Luna estaba tan pletórica y llena
que, mirando hacia el Norte, las sombras de los arbustos dibujaban nítidas
formas sobre el suelo calizo.
Ambiente maravilloso para mi ratito
de meditación. Soledad, ruido de alimañas cazando y algún que otro mochuelo
llamando al amor con su lejano ulular.
Antes de empezar a respirar, un
vistazo a la bahía de Málaga. Brillante, preciosa, algún crucero atracado en el
puerto bajo el albur de nuestra “Farola”. Un horroroso carguero fondeado en las
boyas y luces, muchas luces; estáticas y en movimiento. Imposible centrarse en
ambos paraísos visuales. Sur: Málaga. Norte: Luna. Decisión, la Luna.
Apoyando mi maltrecha espalda en la
cruz, y cerrando los ojos empecé a meditar. Respiración, concentración, ojos
cerrados. Un ruido alteró mi proceso de respiración.
Abro los ojos y ¡sorpresa!
¡Un niño! Sentado enfrente mía.
-
¡Hola!
Me dijo con descaro, como si me conociera de toda la vida.
-
¡Hola!
Le contesté sorprendido. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
-
Soy
tú, de pequeño.
-
¿Cómo?
-
Soy
tú. Cuando eras pequeño. Bueno, quien te hubiera gustado ser de niño.
-
Sigo
sin entender nada de nada… ¿cómo es esto posible?
-
Ya
ves. La Magia Blanca. Te acuerdas que el otro día jugaste con una “Runa Nórdica”?
Pues aquí estoy para contarte lo que hubieras querido ser y lo que eres ahora.
No era una alucinación, pues la
sombra que proyectaba estaba muy clara en el suelo empedrado. La capucha, no
dejaba verle la cara bien, pero la naricilla saltaba a la vista, como la mía.
Estaba sentado, con sus piernas cruzadas como yo. Mantenía sus manos en el
bolsillo delantero de la sudadera y llevaba calzado de calle.
-
Soy
Fernando, dije ya algo más calmado e imaginando que era una broma de alguien
que me grababa sin yo enterarme.
-
Yo
también, bueno Fernán, como me llamaba mamá.
La leche, o la broma estaba genial
montada o… ¡Así es como me llamaba mamá y sólo dentro de casa! Pocas personas
sabían eso.
-
¿Y
qué quieres exactamente? ¿No tienes frío?
-
Pues
mira, he aparecido para ayudarte. Cuando echas la vista atrás, te olvidas del
niño que tienes dentro. El que empezó a formar tu personalidad. El que ya tiene
recuerdos nítidos tanto buenos como malos. El de las ilusiones que no se
cumplen.
-
¿Y
bien?
Vaya con el nene. Unos diez años le
echaba yo, pero hablaba como un viejuno.
-
Pues,
eso – continuó-. ¿Te acuerdas de tu yo de hace cuarenta años? Querías ser
futbolista, como Maradona. Menos mal, que no seguiste su camino, je, je. Pronto
reaccionaste bien y te diste cuenta que no era lo tuyo. También quisiste ser
policía, como casi todos los niños de tu edad y de tu entorno. Tus supuestos “amigos”,
te pusieron en tu sitio, de portero y mucho que te ponían. Pero lo superaste.
Conociste amigos en el colegio que todavía te quieren aunque no los cuides y te
dedicaste a ser brillante en los estudios.
-
Si,
ahora recuerdo.
-
Pero
tú, no querías eso. Querías ser popular y que se te acercaran las niñas. Que tu
familia estuviera orgullosa de ti, te quisieran y, sobre todo, querías una
moto.
-
Nunca
la tuve.
-
Tuvimos,
Fernán, nunca la tuvimos. No te atreviste ni cuando fuiste capaz de comprarla
tú. Ese miedo, no lo venciste. A pesar de ello, fuiste un niño querido y feliz.
Te faltaron un par de hermanos para no estar tan sólo y mimado, pero tuvimos
una buena época. Mamá y papá se dedicaron a educarte bien y a valorar las cosas
materiales en su justa medida. Parece que se te ha olvidado eso y papá, está
muy triste allá donde esté.
-
Oye,
niño, y tú, ¿cómo sabes todo eso?
-
Ya
te lo he dicho, soy tú. Ahora, relájate y cierra los ojos que vamos a pasar de
época.
Pues le hice caso. En un momento,
conseguí volver a concentrarme. Era extraño enfrentarme a mi yo de niño. Mis
primeros recuerdos, mi casa, mi clase, mis amigos del cole, de la urbanización,
los malos ratos, la necesidad de que contaran conmigo. Pero estaba sereno.
En mi pedazo de nariz, comenzó a
penetrar un aroma que me era familiar. Escuché una voz adolescente que me
decía: levanta tu mano izquierda.
Al hacerlo, nuestros dedos se
tocaron. Ahora estaba más cerca. Sentado igual que yo. Calzado deportivo, pero
no efectivo. La sombra caía sobre mis piernas. La capucha volvía a destapar su
nariz. Ya no era un niño de diez años. Tenía delante a un jovencito imberbe, de
unos diecisiete años.
-
Sigo
aquí, me dijo. La voz, era diferente.
-
Ya.
Seguimos con la historia, imagino.
-
Pues
sí. Mira hacia atrás. Mírame. En esta edad tomé las decisiones más complicadas
de mi vida. Sin ayuda. Dejándome llevar.
-
No
te entiendo ahora.
Separamos los dedos. Mi yo
adolescente me regañaba. Antes de que continuara con su conversación, ya empecé
a recordar cosas.
-
Seguro
que sí. Mira: después de enamorarte hasta las trancas de una niña guapísima que
no sabía ni que existías, por cobardía. Por miedo a que te dijera que no y no
supieras encajar ese golpe. O por miedo al ridículo delante de tu pandilla. Te
fuiste de vacaciones con tus padres. Al volver, te volviste a “enamorar”, pero
te duró poco. Confundíamos amor con ganas de enrollarnos con una chica. Tus
notas eran tan buenas, que no sabías por qué decantarte para formarte. Ya a
punto de cumplir los 18, te encabronaste con otra chica que al final, fue tu
perdición. La conseguiste, aunque no te llenaba. Pero para no andar sólo con
los demás emparejados, accediste a ella.
-
Joder,
lo recuerdo como si fuera ayer. Ese olor que me vino, era el de esa chica. En
su momento, lo llevaba pegado a mi ropa día y noche. Yo quería ser Guardia
Civil de rescate en montaña. Pensabas pagarte la academia, trabajando como
montador de escenarios de eventos. Pero entre todos, asesores colegiales
incluidos, me convencieron que lo mío era la Economía. Me dejé convencer, ya
que ella, estudiaría conmigo.
-
Pues
sí. Tus ilusiones, tu vocación, tu felicidad, el amor que podíamos dar en ese
momento, se quedaron allí, con nuestros primeros pelillos de la barba. En el
mismo subsuelo que el contrato de alquiler que querías firmar y ella no quiso.
Fueron cuatro años de pasar. Pasarlo bien con y sin ella. Hacerle daño por
miedo a que nos dejara. Apareció el engaño en nuestra vida. La apatía. Dejaste
la carrera y al final, ella, a día de hoy, te sigue odiando.
No había enfrentado esa época. Tenía
miedo a ver la realidad. Me hice un cabrón. No hay excusa. La deriva que tomé,
equivocada pero voluntaria, me llevó a despreciar cosas sin ser consciente. La
fidelidad, la amistad, la sinceridad… Salía para buscar sexo y punto. Como
hacen los jóvenes de ahora. Pero hace cuarenta años. Y encima, con novia que no
se enteraba de nada.
-
¿Te
acuerdas cómo tocaste fondo por primera vez?
-
Tengo
un borroso recuerdo.
-
Para
eso estoy yo: Una de esas noches de botellón, en la que se suponía que no iba a
salir. Ella salió. Coincidiste en un bar que no recuerdo el nombre. Nosotros,
tonteábamos con unas chicas y ella apareció con un tipo. Te cegaste (¿celos? ¿en
serio?) y fuiste a pegarle. Utilizaste la violencia. Y él, era su primo. Eso se
llama: cagarla. La cagaste. Después de aclarar lo del primo, las chicas se
enfrentaron a la que era tu amor. Nunca sabremos de qué hablaron. Pero, desde
ese día, no te dejó ni darle explicaciones. Aparecieron las cosas que compartíamos
en un contenedor, junto con muchas fotos de muchos momentos bonitos, es cierto,
quemados al lado. Hasta hoy. Te hundiste en tu propia mierda. Toda la mala
conciencia apareció de repente, lo que te llevó a encerrarte en tu casa casi
dos meses. Escondiendo la cabeza cual africana avestruz, más por miedo que por vergüenza,
que también.
Ya no era tan borroso el recuerdo.
Gracias a mi mismo. Siempre había estado ahí detrás, agazapado, sin poder ser
eliminado. Sin poder pedir perdón, capítulo sin cerrar, juicio postpuesto. Al
menos saqué un aprendizaje de todo eso: lo hice mal. Actué sin escucharme
realmente. Hice daño gratis, sin motivo, a gente que quería. Cogí un rumbo que
no era el mío por alguien, y no supe navegarlo. Me ahogué, porque mi yo
interior, no me aceptaba.
-
Venga,
va. Todo eso pasó. Has de superarlo ahora como lo hicimos entonces. Apóyate en
tus amistades. En mamá y sobre todo en mí. Ahora, vamos a concentrarnos de
nuevo.
Ya había entrado totalmente en el
juego. Y cerré los ojos. Es curioso que me hubiera venido el olor de aquella
novia. Como si la pobre hubiera tenido la culpa de mis decisiones. Pero algo en
mí, no aceptaba mi protagonismo y lo proyectaba a ella. Ya, parece que he
aprendido a ser responsable de mí mismo. Aunque me haya costado un par de décadas.
Nunca es tarde, pensaba, mientras mi respiración volvía a ser mi objetivo de
concentración.
Tras unos momentos y mi mente en
blanco, mi voz.
-
Levanta
tu mano derecha.
Esta vez, el contacto fue de toda la
palma de la mano. Era mi mano. No notaba nada extraño en ella. Ahora sonaba una
música de AC-DC.
-
Anda
y ¿ahora qué?
-
Pues
ahora, rondamos la treintena. Papá acaba de morir. Hemos terminado Derecho Internacional
en Madrid. Has vuelto de Londres, donde han quedado un par de corazones rotos
por tu sinceridad, (lo que te hace mejor persona) y te disponías a empezar a
cuidarte, haciendo deporte, cuando se ha interpuesto en tu camino un bufete muy
prestigioso de Marbella, que te está ofreciendo “el oro y el moro” para que te
vayas con ellos. Además, una chica de la piscina en la que nadamos, te hace
tilín.
-
Ese
recuerdo lo tengo más reciente. Aunque sea de hace veinte años.
Con la madurez casi adquirida, me
enfrentaba a una época dorada de mi vida. Es verdad que estaba a punto de
decidir sobre mi vida, decidir por mí mismo, pero no me quería precipitar.
Enfrentarme a mi yo treintañero, me traía mejores recuerdos. Me había gustado
una chica de Cádiz que estudiaba allí en Londres conmigo. Podía haber habido
algo de verdad, pues nuestras miradas decían muchas cosas más que nuestras
palabras. Pero corté por lo sano, por miedo al compromiso. Por miedo a no poder
seguir una relación normal. Por miedo a mí mismo. Las heridas que me hice,
mostraban su cicatriz y no podía evitarlo. Estaba ávido por demostrarme que
había invertido bien mi tiempo en una carrera que también me gustaba. No tenía
nada que ver con mis sueños adolescentes, pero me apasionaba poder defender y
hacer valer la Ley. Lo justo. Quizás porque no lo fui.
También, buscaba tener éxito
profesional y, sinceramente, estar bien remunerado. Por tanto, barajaba la
posibilidad de Marbella.
La chica que nadaba conmigo, era una
persona muy culta e inteligente. Franca, sincera y muy atractiva. Al menos para
mí. Creo que me aficioné a nadar porque sabía que luego teníamos nuestro ratito
de charla. Me gustaba.
-
Piensa
cómo actuaste. La oferta de Marbella, corrió como un mozo en San Fermín, hasta
llegar a la calle Larios. Una contraoferta. Posibilidad de asociarte, despacho
propio y el doble de ingresos. Hiciste lo correcto en aceptar Málaga. Con las
chicas habías mejorado el trato, el respeto, la sinceridad y nos hicimos muy
empáticos. Quizás por el yoga que empezamos a practicar con Ana, la de la
piscina.
-
Pues
sí. Pensaba en mí, me valoraba como persona y valoraba a los demás. Decidí,
tras mucho tiempo pensándolo y sin prisas, empezar algo con Ana. Poco a poco,
se convirtió en la mujer de mi vida.
-
Y
nos casamos. Y todo iba genial. Hasta….
-
Ya,
hasta que se lio con el monitor de yoga. Al menos fue sincera y me lo dijo el
mismo día. Se arrepentía y quería volver, pero nos dimos cuenta que nada sería
igual. La vida me devolvió el dolor que había causado. Al menos no tuvimos
hijos y vivimos diez años maravillosos de amor verdadero. Mi dedicación al
trabajo fue inversamente proporcional a mi dedicación hacia ella. Y poco a poco
nos fuimos convirtiendo en desconocidos. Inevitablemente, en estos casos,
siempre aparecen terceras personas para llenar los vacíos de las trincheras de
la vida. Y así se acabó. Pero seguimos siendo muy buenos amigos.
-
Ya,
incluso vas de vinitos con ella de vez en cuando y os contáis intimidades, je,
je. Vas bien.
Ahora decidí yo cerrar los ojos.
Me venía olor a plátano y a bebida
isotónica.
-
Levanta
las dos manos.
Nos tocamos ambas palmas. Cruzamos
los dedos. Abrí los ojos y allí estaba yo frente a yo. Como un espejo.
Impresionante. Pero no me veía igual que todas las mañanas al afeitarme. Era
una impresión diferente. Sonreía.
-
¿Qué
te parece? Me dijo
-
¿Y
a ti?
-
Mírate
con los ojos tuyos. Con los de tu bagaje vital. Con tus errores, con tus
aciertos, con tus elecciones, con tu aprendizaje.
-
Vestidos
de nuestra pasión montañera.
-
Tienes
más pasiones. Nos apasiona el trabajo. Nos apasiona la bici, estamos locos por
querer y que nos quieran. Quieres tu espacio, pero no quieres estar sólo.
Tienes que darte la oportunidad de disfrutar de tu edad. Estás genial. Tienes
dinero de sobra para vivir bien el resto de tu vida.
-
Creo
que debo de cerrar el ciclo laboral, aunque sea pronto y vivir.
-
¿Nos
vamos a Hawai?
-
Siempre
quise ir. Pero no me apetece ir sólo.
-
No
hay problema. Puedes ofrecérselo a Ana. O esperar a ver si conoces a alguien.
-
La
verdad es que me veo bien. Miro al espejo y observo una versión con la que
estoy de acuerdo. Me gustaría acabar algunos capítulos que dejé por escribir. Y
retomar algunos contactos que tengo abandonados. Este año que acaba de empezar,
va a ser otro punto de inflexión.
-
Pues
ya sabes. Te pones y vas empezando a vivir de verdad. Ya sabes, sólo tenemos
una vida. Nunca sabemos cuando ni cómo puede acabar. No debemos irnos de este
puñetero planeta sin estar contentos con uno mismo. Cerrar los ojos y dormir
con la conciencia tranquila de que no te falta ningún sueño por cumplir.
-
Ni
ningún abrazo pendiente o beso por disfrutar.
-
Dale,
crack.
En ese momento, la imagen del espejo
se fundió conmigo. Sentí un viento helado que me entró por mi narizota y me
recorrió hasta el dedo meñique del pie. Abrí los ojos y allí estaba la Luna.
Redonda, enorme, reflejando la luz del Sol sobre mi cuerpo, mi membrana con la
capucha puesta. Los ruidos de cazadores nocturnos continuaban, nada de AC-DC ni
de colonia femenina. Apenas habían pasado dos minutos. Y yo había estado como
media hora hablando con mis yos.
No volvería a verme igual delante de
un espejo. Buscaba a mí, niño; a mí, adolescente; a mí veinteañero; a mí,
madurillo; pero, sobre todo a mí de ahora. De este momento. Lo que soy. Lo que
voy a ser en los próximos cinco minutos y de lo que no me voy a arrepentir de
hacer, ni a las personas que quiero conocer, en los próximos días.
Jose
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