Parecía que sólo fuera una gota
de agua.
Procedía de uno de esos
nubarrones grises, tirando a negro, electrificados, pesados y que oscurecían el
azulado y otrora iluminado cielo de Málaga.
Caía de las primeras. Tras un
trueno que estremeció hasta los cimientos fenicios de esta ciudad y sus
alrededores, demostrando lo insignificantes que somos en la Naturaleza de este
minúsculo punto del Sistema Solar.
Ella, se pensaba muy especial,
única e irrepetible. El combinable doble Hidrógeno con el solitario Oxígeno, le
proporcionaba la identidad que deseaba.
Aunque no lo recordaba, en otras precipitaciones
se las había visto negras para completar su eterno ciclo. Pero en esta, se
sentía la mejor. La más inteligente, la primera en llegar.
Pero, ¿llegar a dónde? ¿Cuál era
la prisa por la carrera hacia abajo?
Da igual. Es mi función, nací
para eso, pensaba ingenua.
Seguía volando hacia abajo.
Rápida. Esquivando otras nubes menos densas que esperaban su turno para
precipitar. O que, quizás, no llegaran a caer, pues su nube era la más cargada.
Siendo esas otras gotas insignificantes en su huida al principio. Ya que
estaban en el vagón equivocado, en la cola, no eran gotas profesionales. Eran como
simples unidades que se dejaban arrastrar por los vientos que mueven a las
mayorías mediocres.
Ella, era lo más. Nubarrón y la
primera en bajar.
¡Iguálamelo!
No tenía la mejor forma de gota,
pero no estaba mal. Se gustaba. Adoptaba posiciones aerodinámicas, que hacían
del descenso una vorágine emocional difícil de explicar con palabras.
Acercándose a la cima de una
enorme montaña, oscurecida por la sombra de su magnífica tormenta, una racha
huracanada y fría, evitó que probara el seco suelo tan pronto. Ni ella, ni las
gotas que llevaba a rebufo, iban a tener un fácil final. Se desplazaría el
máximo tiempo posible, alargando su vuelo, retardando su misión, dándolo todo.
Más rápida, mejor formada como
gota. En la avanzadilla del ojo de la tormenta, cargadita de la mejor calidad
de pura y cristalina agua, transformándose en un pulcro espejo de la perfección
con las imperfecciones de los demás entes existentes.
Acercándose a una población. Anunciadora
de lo inevitable tras un nuevo trueno, que le pareció más fuerte que el suyo.
Pero, será un error por la lejanía. El mío fue el mejor.
De repente el viento cambió de
dirección.
Repentino. El flash de un rayo se
reflejó en su parte delantera, como cuando te encuentras con una pared de cara
que no te esperas ahí. Como cuando suena una canción que te trae, de lo más interno
de tu masa cerebral, un recuerdo de alguien, que entra por la puerta en ese
instante y te mira a la cara. Cruzas tu mirada y te sonríe. Provocando el
crecimiento exponencial de tu dopamina, testosterona y todo tipo de hormonas
relacionadas con el placer de ese primer beso.
Dirección Este.
¡Oh, my God!
Derechita a una charca.
Con todo el perfeccionamiento
auto instruido a lo largo de su vida. Con todas las preocupaciones por estar
tres escalones por encima de cualquier otra gota. Con el ansia de mirar a todas
las demás por encima de su perfil. Con la autoestima por encima de la nube
estratosférica más elevada de la Atmósfera.
Y a un charco. A alcanzar su
misión, sin pena ni gloria.
Curita de humildad.
Como una miserable parte de un
charco de una pradera pisoteada por las patas de cualquier mamífero o roedor.
Ella, y sus compañeras de
avanzadilla, rellenando un agujero como cualquier otro.
Una gota más.
Sin pena ni gloria.
Siendo absorbida y filtrada por
el calizo suelo, siendo deslizada hacia la mar, por debajo, donde formará parte
del océano infinito para ella.
Hora de mirar atrás.
Hora de aprender del inútil
esfuerzo de ser la mejor. De vivir por y para su misión. De no disfrutar de las
nubes menos cargadas. De conocer otras gotas y dejarse enamorar. De no haber
podido cambiar su rumbo cuando tuvo aquella oportunidad de vientos del Sur. Ni
aquella otra cuando rozaba una cumbre nevada. Ni cuando su gota compañera cambió
de nube y ella no. Ni cuando sus moléculas le pedían: “para y déjate llevar por
el viento”. Pero ella, a lo suyo.
Toda la intensidad puesta en el trabajo,
en su misión, con su nombre en una orden superior firmada por su propio Ego. Con
el sello de la obligación de ser, algo que la alejó de lo más importante.
Vivir.
Ahora, era una gota
desaprovechada. Manchada de barro del subsuelo. Sin brillo. Al llegar a la gran
masa de agua, se diluyó junto a su escuadrón. Todos diluidos.
Nada de aquellas hechuras de
espejo, de velocidad, de perfección.
Como cualquier otra gota, acabó
en la nada. Pensando que no había merecido la pena.
El firme propósito de no repetir
sus errores, llegó demasiado tarde.
Como cualquier otra, pero con
ganas de más. Ganas de haber disfrutado de esta parte consciente del ciclo.
No sabrá nunca si lo recordará o
no. Pero la intención, antes de fundirse con la salada masa de agua, fue esa:
lo haré de otra forma.
Pero el ciclo comenzó de nuevo.
Pasando por encima de todo. En su universal programa de vida. Absorbiendo
moléculas sin selección.
Tras la tormenta, llegó la calma.
Con el fin, llegó el comienzo.
A ver qué toca esta vez.
Jose
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